El sudor se pegaba a los cuerpos de aquellos que estaban presentes. La emoción se respiraba en cada uno de sus latidos, de sus miradas, de sus corazones. De vez en cuando, una lágrima resbalaba por alguna mejilla, fruto de la pasión concentrada en el momento. Algunos charlaban, otros reían, pero todos tenían un único pensamiento... una imagen. Siempre pura, siempre ahí, siempre luz, siempre calma.
Ella, que había dejado de creer, se sorprendió de todo aquello que estaba sintiendo. Intentaba disimularlo con alguna sonrisa, una gracia, algún comentario fortuito que no hacía sino incremetar su estado. Las canciones le transportaron a un zagúan, a un olor a bizcocho recién hecho, a tradición, a memoria.
La historia la tenía delante, su pasado justo allí, apoyando toda su sabiduría en un bastón de madera que sujetaba sus casi 80 años. Con ella la razón de su existir, la que le dio la vida, la que quiere y adora aunque en momentos no lo muestre.
Los pelos de la nuca se le erizaron cuando descubrió que aquello comenzaba. En un momento, todos fueron uno, sus voces un único cantar que llenaba las paredes de aquel lugar y que sonaba muy dentro.
Alli estaba ella, con un corazón que dictaba algo que hacía tiempo no recordaba, evitando empujones y asiéndose a aquello a lo que más quería, ella misma. Fue en ese instante, justo en ese instante, cuando volvió a tener fe.